sábado, 31 de agosto de 2019

Kyrie eleison


                                                               I 
                                         Una cena en el Plaza


   Recibí la tarjeta sobre la hora, junto con una disculpa firmada por la secretaria del obispado por habérsele transpapelado mi nombre -imperdonable- al copiar la lista de invitados. En otras circunstancias, no hubiese pasado por alto tamaña descortesía, pero tratándose de la visita del Arzobispo de Norte y Sud América... no, imposible. Dejar de asistir hubiese sido un insulto a la Ortodoxia, un baldón para nuestra comunidad, una mancha imborrable en el escudo de armas de la familia. Este representa una virgen hierática con un niño pintados según la tradición de la Iglesia Ortodoxa, con el siguiente lema en letras doradas: "Pistevo is enan theón..." etc. Siempre hemos sido altamente (en el sentido más alto de la palabra) religiosos.
   Me vestí en un tris y me fui en un taxi (no había tiempo para pedir un remise); pagué con una libra Elizabeth, porque en el apuro olvidé llevar cambio (siempre me pasa lo mismo cuando visto de etiqueta: una vez tuve que oblar un cirio con dos gemelos de oro de mi finado tío; quedaron a beneficio de la Iglesia. La misma libra era un regalo de mi madrina). Como vi que ya había mucha gente bajé sin esperar el vuelto, y me dirigí, ya más despacio, hacia la entrada...
   Todavía no había llegado el theofiléstaton. Quedé a la pesca de algún jugo mientras ponderaba el recato y la modestia inigualables de las jóvenes de nuestra comunidad ortodoxa. “Estas sí -pensé- serán buenas esposas y madres de familia”. Por otra parte, no hacía más que repetir lo que tantas veces me ha dicho mi santa madre. Siento horror y execro a esas hetairas argentinas que persiguen a los castos, hermosos y valerosos jóvenes ortodoxos. Mi hermano mismo, sin ir más lejos... pero dejemos esta historia.
   Saludé a algunos de mis pares: gente de bien. ¡Qué emoción! Llegaba ya el arzobispo. ¿No era esta puntualidad una delicadeza exquisita de su parte, una distinción, discreta pero vehemente, a nuestra brillante colectividad? Sabed que algunos de los más encumbrados y justamente renombrados comerciantes de Buenos Aires pertenecen a ella. ¿Qué digo? profesionales, artistas, gente de letras... todas las ramas de la actividad privada, el saber y la ciencia han sido enriquecidas por los valiosos aportes de nuestra comunidad. Esto lo dio a entender más tarde en una perfecta filípica el arzobispo: “... puedo ver en el resplandor de vuestros ojos que mantenéis viva la llama...” Mentalmente tomé nota de éste y otros pasajes destacados del discurso. Es una costumbre que tengo desde niño, cuando mi finado tío me interrogaba a la salida de la iglesia sobre el sentido y alcance del sermón dominical del cura.
   Pero vuelvo a la entrada, que fue triunfal. Triunfal, sí, salvo para los ignaros que no comprenden lo que para nosotros significa la llegada de semejante patriarca. Charolado el pie, sus túnicas bordadas en oro y raso violeta, malva, rojo, y sobre todo aquella venerable barba blanca digna de Matusalén, y aún -aún, señores míos- la mitra de platino tachonado de diamantes, réplica de la que guarda el monasterio de Agia Lavra, perteneciente a Nikiforos Fokás. Esta mitra pesa ocho kilogramos, y daría por tierra con todo aquel que no estuviese acostumbrado a llevarla.
   Así afirmamos nosotros nuestra superioridad.
   Así mostramos al mundo lo que es la religión de nuestros mayores.
   Llegó, saludó a todo el mundo con desenvoltura y amabilidad, levantó cabezas que se inclinaban a besarle el anillo, bendijo a los niños.
   Cuando me llegó el turno me puse a temblar; sabía el deseo manifestado por Monseñor de ser recibido por jóvenes ortodoxos; me había perfumado especialmente para esta ocasión. El presbítero me presentó, laudándome harto ampliamente para mis merecimientos; yo sólo soy un joven ortodoxo que desea hacer algo por su patria y su religión, nada más. Me inclinaba ya a besarle el anillo, mas no lo permitió: antes, poniendo su mano en mi rostro, me habló muy elogiosamente. Ruboricéme, y respondí débilmente a tal honor. Monseñor pasó adelante, y el presbítero mismo me palmeó muy afectuosamente.
   Pasamos adentro. Una salita verde claro, decorada con una marina e iluminada por un velador imponía el diálogo en voz baja. Allí saludé a otra gente, aunque noté su cortedad. El ambiente, por lo visto, les excedía, habituados como estaban al modesto salón de nuestra colectividad; noté que incluso la gente más paqueta sentía la constricción de las formas impuesta por las circunstancias; en cuanto a mí, estaba como pez en el agua. Iba de un grupo a otro, tomaba cuanta copa circulaba cerca mío, hacía bollos de papel con las servilletas y los dejaba caer pateándolos disimuladamente bajo los muebles antes que llegasen al piso. Estaba, además, algo achispado.
   Me acerqué a una joven ya madura (distinguo: era soltera, lo cual le daba derecho a seguir considerándose joven algunos años más que lo habitual) sentada en un sillón floreado, a la que vagamente conocía sin poder recordar su nombre no obstante. Ella sonrió ante mi saludo, y tras las primeras frases me interrogó sobre mis ocupaciones imprimiendo a su pregunta un matiz encantadoramente personal. Yo respondí con serenidad como era justo que finalizaba mis estudios del griego antiguo con el fin de traducir en verso la Liturgia Ortodoxa al español. Ella se repatingó en su asiento, interesada en el tema, y, cruzando las piernas, las descubrió casi hasta la rodilla, lo cual no dejaba de constituir una deliciosa audacia.
   No puedo negar, por mi fe, que me sentí súbitamente excitado ante el espectáculo de esos tobillos, ese arco levantado, ese fino taco de charol sosteniendo un talón verdaderamente soberbio, esa pierna en fin, que a la luz del velador delineaba unos contornos divinos, plusquamperfectos.
   Animado por sus preguntas, me embarqué en un elogio del credo, cuya katharévusa rezuma la poesía más austera e intraducible del mundo, recitada en el cúlmine de una liturgia llena de empaque y esplendor. Me extendí ponderando las excelencias de los cantos y las lecturas del alba, de vísperas, de las horas, etc. La conversación derivó luego hacia el pliegue de sus volados, y tuve el placer de contarle la historia de este adorno mundano, desde el medioevo hasta la fecha. Durante esta exposición -que mi modestia me impide calificar de magistral- se sumó a mi interlocutora una virtuosa joven, toda ella candor, y ambos rostros deliciosos seguían los avatares de mi relato, como olas mecidas por el viento.
-¿Y es verdad -decían- que el volado da realce
y distinción a la belleza de una mujer?
-El volado anida en sus pliegues inmaculados
la mejor expresión de la inocencia. Nada, ni el sombrero
con velo, insulso, con aires de viuda que espía,
ni la pluma engreída de la codorniz, vistosamente
punteada de blanco entre las ondas pardas,
ni el pérfidamente afamado guante, hermano de la víbora,
cubriendo los brazos con sombras de terciopelo
poseen esa virtud, que es la flor de la ingenuidad,
los diamantes de las lágrimas y el virginal decoro.
¡Oh! -dijeron ellas- ¡Bordemos vestidos con volados!
                                  
   Llegaban los canapés. Tomé un budín de durazno, que saboreé despacio alternando con pequeños sorbos helados de primavera líquida. Me había puesto de pie, y pasando entre la gente de una a otra habitación, me llegué cerca de Monseñor, que estaba rodeado por un grupo de personalidades eclesiásticas de gran jerarquía. Entre ellos distinguí un monje armenio, de sotana negra y tocado con un gorrito de terciopelo de color indescifrable -un fuego oscuro índigo-, primado de la Iglesia Ortodoxa en Antioquía, enfrascado en una discusión poco teológica con el mitropolita de la Iglesia Ortodoxa de Jerusalén, oriundo de Argos, a quien conozco por haber estado a cenar el otro día en lo de mi padre, de quien es paisano.
   Trataban cuestiones de dinero, a lo que parece. Levantaban la voz, la indignación se pintaba en sus rostros, de barbas negras. Por nada del mundo quisiera ver disminuir el arreglo de los templos ni el boato de las ceremonias por algo tan vulgar como la falta de recursos.
-Es inadmisible -insistía el armenio en su griego gangoso-
que hombres santos, consagrados a la oración, deban sufrir penurias.
-Verdaderamente, nuestra iglesia atraviesa momentos difíciles.
-¿Cómo sobreviviremos? Apenas tengo diecisiete túnicas de gala.
-Moderación, hermano. Sin duda el Señor pone a prueba nuestra
templanza.
                    -¡Si al menos volviese Constantino!
                                                                               -Vendrá, desde su exilio
y con él toda una época de esplendor para nuestra Iglesia.
-¿Dónde está el ahora? ¿Acaso en Liechtenstein?
-Las ramblas de Mónaco lo han visto, y también
la divina isla de Capri y la bahía de Nápoles.
-¿Es verdad lo que se dice, son ciertos esos rumores,
campanas que aturden mi cerebro y exaltan mi corazón?
¿Retorna nuestro Rey?
                                              -¡Calla!
                                                           -¡Oh hermano! Tu lengua
se ha helado, mas yo siento en mis oídos rumor de ángeles!
-Cuida tus pasos, cuida tu sombra, en nadie confíes.
En esto hay comprometida gente que ni tú osarías nombrar.
El mismo Demetrios I...
                                         -¡El Patriarca!
                                                                -Debemos actuar rápido.
   Se apartaron un poco, de modo que ya no les pude oír. Evidentemente, se trataba de un golpe de Estado. Hubiese querido saber más, porque mi corazón se inclina siempre del lado de mi Religión y de mi Rey. No me fue posible sin embargo, porque en ese momento llegó el Maître a anunciar que la mesa estaba servida. Todos se levantaron a un tiempo y fueron pasando al salón; yo me acomodé en un rincón, al lado de Ofelia, la joven con quien había estado dialogando hacía un rato.
   Algunos tontos (que nunca faltan, incluso en nuestra colectividad) se pusieron a picotear las viandas antes que el reverendo impartiese su bendición. Traté de disimular la indignación que esto me producía haciéndome el desentendido. Monseñor, sin embargo, lo notó.
-De pie -dijo nuestro cura párroco.
"Pater imón, o en tis uranís..." etc.
   Todos en mi mesa se sentaron, menos yo, que sabía que a esta oración seguía la bendición del obispo. En efecto, algunos segundos más tarde, tuvieron que volverse a poner de pie. Finalmente, fuimos autorizados a sentarnos.
   Me aboqué a mi plato, donde alemaneaba un cielo de huevo gris perla en todo su brumoso romanticismo. Con una larga cuchara tomé un poco, y me lo llevé a los labios. Inmediatamente surgió ante mis ojos una imagen byroniana: un castillo en ruinas a orillas del Rin, donde Manfredo, de codos en las almenas junto a su amada, encerraba su invencible melancolía. Estaba tan ensimismado en la contemplación del reflejo de los sauces sobre el río, que a una demanda de mi compañera de mesa respondí:
-Olvídalo, estoy resuelto a marchar contra los turcos.
   Parecióme que se reían, y al volver en mí comprendí que lo que ella me había pedido no era que desistiese de mi empresa de combatir por Grecia, sino que le alcanzase un panecillo. Algo confuso, hundí la nariz en mi huevo, y cuando lo acabé vi que todos hablaban ya de otra cosa.
  Ofelia, no obstante, parecía intrigada. Hube de explicarle que frecuentemente el placer gustativo me sugiere imágenes de una consistencia tal, que se convierten en verdaderas alucinaciones sustitutivas de la realidad, la cual se borra por completo. No quise pasar adelante con mis explicaciones, porque un joven sentado enfrente nuestro se había puesto a oírnos, algo impertinentemente a mi ver.
   Cuando habló, identifiqué su voz de inmediato como la que más fuerte
había reído en ocasión de mi lapsus imaginativo:
-¿Sabía usted, señorita, que tales locos existiesen?
-Sospechaba, tal vez, lo presentía. Nunca me atreví
a creer que viviesen.
                                    -¿No es risible?
                                                               -A fe mía no.
-Pues si no es lo que es, no sé qué es.
                                                           -Amigo -intervine-
cosas hay en el cielo, y más cosas en la tierra. Observa
esta sangre de los dioses que llamamos vino: ¿no es la mente
del inspirado artífice quien, honrándose a sí mismo,
la descubre? En el espíritu humano hallarás a Dios.
Todo el tiempo meditaba el otro: "¿Qué dice éste?"
y ya en voz alta: -Tengo otras cosas en qué pensar.
   La cena transcurría plácida. El calor de la conversación y la buena comida distendía en sonrisas los rostros. Algunos estaban ya colorados, otros exhibían un punto de rubor en su rostro pálido. Los cuellos, en algunos casos, estaban desabotonados, permitiendo la depresión de las corbatas.
La vianda principal llegaba, la vianda se ostentaba:
era un prodigioso abanico de pejerrey.
-"Oh peregrino de húmedos reinos, por un azar feliz
has venido a encallar en mi plato. No te desprecio,
antes bien, he de rociarte con vino de palma.
   Y uniendo a la palabra la acción, me serví una copa de esa agua dorada, muy fría, contenida en un jarro cristalino. Ofelia no quería beber vino. Su mirada seguía las burbujas de soda que ascendían como argentadas perlas hasta la superficie de su copa, donde estallaban revelando su inconsistencia.
   Acercó la cincelada copa a su rostro, sólo para sentir la frescura del éter chispeante en la punta de la nariz. Admiré sus cabellos riquísimos, trenzados como una corona alrededor de su frente, la curva delicada del cuello donde pendía una cadenilla como un hilo de oro. Le dije:
-Más que el reposo y los santos óleos, ansío
la caricia coralina de tus labios, cuerda
estremecida de violín que me lleva al Paraíso.
   Sonrió con halago, y yo a mi vez supe que su corazón era mío. Hablábale de prodigios lejanos, para encantar su ánimo, y ella asentía con voz exangüe. Ovación feroz impuso al salón cuando el huésped honorífico chanceó con ocurrencia en el decurso de una improvisada homilía, una dulzura coronó la noche.
   Ofelia y yo seguíamos una lánguida charla hasta los postres (melón rosado con bombas heladas de ananá el mío, flan a franjas marrón y verde el suyo) cuando sin salir de mi maravilla vi a nuestro propio obispo  acercárseme y hablarme, con acentos que no pertenecían a este mundo:
-Teodoro, puedes venir un momento por favor.
    Acudí con un presentimiento, mas no osaba confesármelo: que para algo importante me quería Monseñor. Le seguí hasta una escondida sala de fumar, donde el arzobispo tomaba su café. Allí, en esa atmósfera privada, apenas me sentí turbado al ser requerido a tomar asiento por tan grande personalidad. El tono de su voz y el gesto eran distendidos, pero sus ojos me escrutaban con atención. El obispo tomó la palabra:
-Tú has amado siempre nuestra Iglesia, hijo
y además tienes el don, por eso te he elegido. ¿Quieres
unirte a nosotros en lucha por la Ortodoxia? ¿Estás
dispuesto a agonizarte por su engrandecimiento y gloria?
-Claro que sí, mas no sé cómo...
                                                      -Sabe antes
que mucho has de renunciar.
                                                -Haré lo que sea
por mi religión.
                          -Tu respuesta me hace feliz,
y ya la predecía. Prepárate, pues pronto
irás a la patria de tus mayores, por una misión
cuyo alcance sabrás al llegar a destino, en el Monte Athos.
   ¡El Monte Athos! Casi no cabía en mí del pasmo ¡mis deseos eran colmados con exceso¡ Como un autómata besé el anillo episcopal y volví al salón, que empezaba a vaciarse. Ofelia se demoraba junto al balcón; al verla hice un alto para recomponerme, y, ya más sereno, me aproximé a ella.
-Parto a Grecia. No me es dado saber cuándo regrese.
   Ella se cortó un bucle de su hermosa cabellera, y me lo ofreció.
-Lleva este recuerdo junto a tu pecho. Cúidate.
   Yo me incliné a besarle la mano, y me despedí. La fiesta, prolongada más allá de la medianoche, había concluido.




                                                      II
                                        La montaña santa


  A bordo del kaïki van hombres silenciosos que no se miran, ensimismados en sus pensamientos. También yo recuerdo, ahora que el mundo quedó atrás y frente a nosotros se extiende la península de la oración. Los preparativos fueron breves... mi madre se había empeñado en prepararme la valija, prodigando toda suerte de consejos; esto era de prever. Me habríais visto presentarme ante mis tíos, vistiendo un traje azul marino bajo los 36º de Atenas. Tampoco a ellos dije dónde iba, sino que tramitando la visa en Salónica, me dirigí a Ouranúpolis, pueblo en el cual pasé una noche solitaria esperando embarcar.
   El pasaporte, entretanto, va por tierra; debo recibirlo al llegar. Ya se van definiendo los contornos del primer monasterio: es el de Dochiariou. Luego van apareciendo los otros: Xenophontos, el ruso de San Panteleimon, Xeropotamou. Cada uno es grande como un poblado mediano de la campiña griega. A proa se distingue un joven de barba bien formada y noble frente, semejante a un filósofo antiguo; el resto del pasaje son peregrinos de edad madura. Nos aproximamos al puerto de Dafní.

   Ha caído el sol, lo cual es medianoche en hora bizantina. Como no puedo dormir, escribo estas notas a la luz de una vela. Al poner pie en puerto entramos a un viejo colectivo que hospedó al pasaje entero del kaïki: nunca estuve en un autobús tan repleto.
  Como éramos todos hombres, no se tuvo consideración con el apretujamiento... Subimos hasta Karyés, donde tiene su sede el único destacamento policial del país; allí nos entregaron los pasaportes. A partir de ese punto el tránsito es libre; los monjes brindan hospedaje y comida a los peregrinos por el tiempo que sea. El trayecto entre un monasterio y otro, nos advirtieron, se efectúa por senderos montañosos a través de regiones salvajes donde no habitan laicos desde hace más de mil años. En la incertidumbre, consulté con el joven de barba: convinimos en ir juntos hasta el cercano monasterio de Xeropotamou.
   En el camino nos conocimos mejor; su nombre es Jason Paras, y vino de California a estudiar música bizantina. Llegando al monasterio no hallamos a nadie que nos indicase el arjontariki donde depositar nuestros sacos de mano, pues estaban todos asistiendo al esperinós, por lo cual debimos acomodarnos nosotros mismos y enseguida bajar a misa. Distraído, yo miraba un fresco del nártex representando en estilo infantil las torturas del infierno. Terminado el oficio, salieron todos en fila con Jason y yo detrás hasta el refectorio, donde nos distribuimos alrededor de una suerte de piletas de mármol con canaletas, las cuales son mesas.
   Un monje subió a un púlpito y comenzó a leer en voz alta la vida de un santo mientras comíamos en silencio pastitsio acompañado con alubias y una cebolla. Mi amigo americano se entretuvo en cortar la cebolla y mezclarla a las alubias, ya que éstas no tenían condimento, mas cuando se disponía a comer, bruscamente acabó la lectura y todos se levantaron, llevando cada uno su plato a la cocina. Le hice señas de que tomase algunos bocados, pero él, muy correcto, entregó su plato intacto.
   Viendo cómo tiraban la comida, lamentó el pecado que ello suponía, mas ¿cómo librarse? A estas horas debe estar padeciendo hambre en su cama.
   Acaba de venir un novicio de tal vez diecisiete años, según puedo deducir por su barba inconclusa, a decirme que no se permite ya estar en la biblioteca. Miro mi reloj: son las ocho y media. Como aquí no hay más que vidas de santos, no lamento tener que irme, aunque no sé cómo haré para dormir a esta hora, yo que hasta ayer me acostaba entrada la madrugada.

   Anoche vino a sacudirme el novicio. Eran las tres de la mañana.
-Pronto, despertaos, los monjes ya están en misa.
   Medio vi a Jason levantarse en la oscuridad y abandonar el dormitorio. Seguí de largo, pero a las cinco vino otra vez, de modo que no tuve más remedio que asistir a la última parte del orthro. En el katholikon tuve dificultad para distinguir a Jason o a quien fuese, pues aparte del typicaris, parecía vacío. En esas tinieblas interiores de pronto divisé un rostro cadavérico profundamente tallado por la sombra; poniendo atención aún descubrí otros rostros barbados atisbando en los rincones, entre ellos el de Jason. Habituado a la iglesia de la colectividad, yo había esperado encontrarme el rebaño de Cristo colmando el recinto, en lugar de este servicio lánguido.
   Poco después partíamos por un camino agreste hacia San Panteleimon. Aquí vivían mil monjes rusos a fines del siglo pasado; hoy quedan treinta. No es de extrañar que los edificios luzcan ese abandono: en el comedor, adecuado para ochocientos monjes, tomé un almuerzo solitario ante el gran fresco de la Ultima Cena; ni siquiera mi amigo americano me acompañó, empeñado en colaborar con los monjes en la fabricación del vino. Hablando de él: quiere ir a Lavra. ¿Habrá sido también enviado?
   Debo averiguarlo, porque eso significaría que la empresa a la cual soy llamado sobrepasa los límites de un simple encargo encomendado por un obispo.

   Esta tarde, mientras recogíamos moras silvestres fuera del monasterio, llegó un monje a ordenarnos que entrásemos. Como hiciese ademán de no seguirle, explicó que la noche anterior dos mulos atados habían sido muertos por los lobos en ese mismo sitio. Luego de esta noticia he decidido no acompañar a Jason hasta Iviron, y aguardar aquí el paso del kaïki para Lavra, aunque me han advertido que viene sólo dos veces por semana. Aún me quedan cinco días hasta la fecha indicada por Monseñor para encontrarme allí.

   Nuevamente me resulta imposible dormir, pese a lo cual me he negado a asistir al apodipno. Busqué la novela que había traído en mi bolso, Anne la de Avonlea, y bajé con ella a las dependencias de la cocina. Aquí estoy a resguardo de toda molestia, pues el cocinero es uno de los dos únicos monjes griegos del monasterio -el otro es el manguipas- motivo por el cual no sigue los oficios cuando son cantados en ruso.
   Aleccionado por la experiencia de la noche anterior, me hundí en la lectura del delicioso mamotreto, cuya pesadez me deprime siempre a la tercera página. Esta vez me prometí seriamente progresar más allá del punto fatídico, cuando procedente de la playa distante unos cien metros de esta ala del monasterio, me distrajo un estrépito sordo, como el que haría un barco al encallar. Me asomé a la ventana, mas nada pude distinguir, salvo una apagada luna roja sobre el mar en tinieblas.
   El cocinero, que estaba mirando en esa dirección, dijo haber visto una forma blanca que se hundía serpenteando en el agua. No imagino lo que haya sido, pero recordé que aquí desembarcó San Juan de paso para Patmos, donde escribió el Apocalipsis.
   He archivado la novela (temo que por otro largo período) y me he puesto a escribir sobre el incidente en mi diario. Parece ser que el registro de mis impresiones y los sucesos del día está llamado a ocupar mis ocios mientras dure mi estada aquí, a provecho del cuaderno que debía hospedar la relación de mi primer viaje a Grecia y que sólo desde ayer ve poblarse sus páginas.

   Temprano esta mañana partió Jason por la montaña. Ignoro si nos veremos, porque no hubo tiempo de sonsacarle, y en cuanto a una pregunta franca, hubiese revelado lo que quizás no debo sobre mi estada aquí. Mi reserva, en todo caso, invitó la suya, y nos despedimos deseándonos buena suerte. Así se ha cortado el último lazo que me unía al presente; ahora sólo puedo conversar con monjes cuyas reglas de conducta han sido fijadas en el primer Typicon redactado por San Atanasio hacia el 971; buena suerte para mí, que siempre he sentido afinidad por los siglos pretéritos, al punto de considerar como personajes inconsistentes de un sueño a los seres actuales.

   He tenido en las manos un libro antiguo de mil años. Las páginas amarillentas crujían entre mis dedos devotos, mientras yo descifraba fascinado las palabras pertenecientes a un mundo olvidado. Aunque con dificultad, pude leer una página entera de la vida de Pedro el Athonita, quien habitó aquí como ermitaño hacia el año 840. Las miniaturas que ilustran el texto y las iniciales ornamentadas están fuera de toda ponderación.
   El bibliophilax, un ruso blanco, me dejó hojearlo con tranquilidad, luego de enseñarme amablemente la colección de manuscritos griegos y eslavos del monasterio. Me gustaría poder quedarme para estudiarlos; creo que tengo vocación de monje. Hoy por primera vez sentí envidia por un puesto, y ése es el de mi huésped.

   Una sensación indefinible va apoderándose de mí. Cuando intento analizarla, se disuelve en el aire. Subí al katholikon, donde se canta la misa en ruso. Estaba vacío, y el sol filtrado por los vitrales ponía rebabas de colores sobre las alfombras y el púlpito. El icono de la Theotokos engarzado con piedras preciosas y los candelabros dorados están ahí, al alcance de quien los quiera tomar, y es esta inutilidad de los oros antiguos sustraídos a la mirada del mundo la que más me llama a la santidad. Un Dios personal, al cual rezar solo... me hice la cruz sin pensarlo ante el Cristo brumoso que decora la cúpula; luego prendí una vela enterrándola en la arena oscura de un viejo candelabro, y salí con una alegría desconocida en el corazón.
   Cavilaba sobre esta revelación sin ver los corredores... ¿cómo puede la gente rezar en cualquier sitio? Para mí el sentimiento religioso se asocia con determinados lugares y objetos, lejos de los cuales simplemente no existe. En casa teníamos un rincón especial para las imágenes sacras, donde se recitaban las oraciones en ciertas fechas; así como no se me ocurriría entonces orar en el comedor, me es imposible hoy persignarme sin hipocresía ante ningún altar que no sea el de una antigua iglesia ortodoxa. Comprendo ahora que mis anteriores afectaciones querían sustituir la ausencia de un sentimiento auténtico que estaba fuera de mi alcance.

    El tiempo aquí parece haberse detenido. Los monjes van y vienen como sombras, afanados en quehaceres incomprensibles para mí. No distinta debía ser la vida que llevaban en tiempos de los Paleólogos.
-¿Cómo habéis hecho para encadenar al tiempo? -pregunto a un monje que remacha una vieja campana.
-Consagramos la vida a Dios, y olvidamos nuestros nombres.
   Así, yo mismo corro riesgo de ser arrastrado por la corriente de este lugar, donde la religión se traga al individuo. Debo mantenerme en condiciones para la acción. Mañana llega el kaïki.

   Adiós mi buena suerte. Hoy, mientras navegábamos bordeando la península, el oleaje me afectó, pero resistía, acostado sobre cubierta, cuando vi que el kaïki ponía proa al pequeño puerto cercano a la skitha de Santa Ana. El piloto maniobró la nave lejos de las rocas y entró a la rada; allí anunció que las presentes condiciones tornaban imposible abordar el puerto de Lavra, visto lo cual los viajeros debíamos descender aquí y aguardar al tercer día la vuelta del kaïki. Nadie protestó: la extremidad del Athos la bañan mares peligrosos, y ocurre a menudo que el gran monasterio quede aislado una o dos semanas por culpa de las corrientes.
   ¿Cómo haré ahora? Me encuentro varado en este punto sin retorno, e imposibilitado de cumplir la cita para la cual fui comisionado. Será muy amargo para mí si debo defraudar las expectativas que he ido forjando, con razón o no, respecto de ella.

   Luego de examinar detenidamente todas las posibilidades, he tomado una decisión. Cruzaré el desierto de los ermitaños, la legendaria Erimos que se extiende en las faldas del monte sagrado. Partiendo ahora mismo, espero llegar a tiempo para la reunión de pasado mañana. Pediré a los monjes me faciliten un saco con comida, y me pondré en camino, pernoctando en alguna kalyba deshabitada. Si alguna desgracia me aconteciera, pues careceré de toda asistencia en esos desfiladeros inhóspitos, dejo aquí mi adiós a cuantos me aprecian. Sepan que muero por la causa de la Ortodoxia. ¡Ofelia!

   Me encuentro en un sitio que pocos osarían imaginar. En alguna parte cerca mío, sobre un jergón, duerme un santo. Su respiración se acompasa con la resaca del mar, lejos debajo nuestro. Apenas me atrevo a asomarme a la ventana abierta al viento de la noche. Lo hago, pese a mi temor, para escribir aprovechando la claridad de las estrellas.
   Había estado siguiendo el sendero de la costa por unas cuatro horas, cuando veo que ante mí se alzan las vertiginosas ermitas de Karoulia suspendidas en medio de abismos pétreos sobre el mar. El camino iba hacia abajo... comprendí entonces que transitaba uno de esos senderos utilizados por las gentes del pasaje para dejar alimento a los ascetas.
   Recibí una fea impresión cuando de pronto se cortó abriendo delante mío un precipicio bajo el que rompían las olas. A mis pies vi un objeto escondido por la maleza que identifiqué como un plato con alubias resecas y verdura. Busqué con la vista al ermitaño: estaba a unos veinte metros delante mío, acodado en una roca cortada a pico sobre el abismo. Le hice señas de que viniese a buscar su comida, pero no me vio, ni pareció oír mis voces, absorto como estaba en la contemplación del mar.
   Decidí alcanzarle la comida, pero no sabía cómo, cuando descubrí una estrecha cornisa excavada en la concavidad del acantilado que comunicaba a la ermita. Volcando el contenido del plato en mi bolso de mano, lo crucé sobre mi hombro para tener las manos libres y comencé a avanzar tanteando la cornisa sin mirar hacia abajo. Una consideración humanitaria me guiaba, pues de no hacerlo yo, difícilmente el anciano podría intentar el camino inverso para escapar a una muerte por inanición.
   A los pocos minutos de andar asido a la pared del acantilado, alcancé la puerta trasera de la ermita, y lo breve del trayecto pareció una burla a lo exagerado de mis temores. Corrí sin dificultad una traba de madera, y entré a la habitación. Dejé mi bolso en un rincón y salí por la otra puerta a la plataforma donde meditaba el anciano. Cuando me aproximé a él, vi que estaba desnudo; lo que antes me había parecido cubrirle no eran sino su propia barba y cabello blancos que le llegaban a los tobillos. Tal abandono hacía patente la evidencia difícil de una longevidad bíblica: debe tener más de cien años.
   No le dirigí la palabra, pues vi que estaba rezando en una lengua inaccesible para mi. Supuse al principio ser ésta eslava o balcánica, pero luego de oírle con atención me incliné a considerarla más bien como un dialecto personal compuesto a partir del griego de los evangelios, modificado por multitud de desinencias y vocablos desconocidos. Quedé asombrado oyendo ese lenguaje arcaico en la soledad de la tarde, mientras el sol se hundía en el mar.
   Entonces se incorporó, y tras considerarme durante algunos minutos con hosquedad, entró a la ermita sin decir palabra. Yo le seguí al interior, donde le vi afanarse sobre unas tripas de cabra, las cuales examinó con una expresión mezcla de esperanza y agonía en el rostro. Luego volvió a salir; yo aproveché entretanto para tomar una frugal colación a base de vituallas que había traído en el saco; dejé algunas sobre la mesa para mi involuntario huésped. Aún demoró en volver; cuando por fin lo hizo, fue para acostarse donde ahora está, haciendo caso omiso del alimento. Fue cuando noté, al buscarlo, que la ermita carece por completo de un compartimiento que haga las veces de excusado. ¿Será pues, éste, uno de aquellos que se contentan con mascar las hierbas para digerir su jugo en la boca, convertida en estómago, prescindiendo en su inocencia de las necesidades naturales? Sólo puedo atestiguar lo que he visto, así como la ausencia de un mal olor cualquiera en la ermita.
   Salí, y sobre la roca vi trazada a carbón una cruz y otros signos que antes no estaban ahí. ¿Así que esto había estado haciendo mi huésped mientras yo comía?¿y qué significa ese tres en números romanos bajo la cruz?
Aún lo ignoro, y no espero averiguarlo. Al volver lo encontré dormido, y yo me he desnudado para imitarlo luego de concluir estas notas. Intentaré descansar ahora, aunque el piso no es muy cómodo, y las tablas se estremecen en la oscuridad.

   Debo narrar las cosas por su orden, pues desde la última anotación han tenido lugar acontecimientos que pueden modificar el curso de mi vida quien sabe hasta dónde.
   Al recostarme en el piso de esa ermita batida contra los vientos, no pude dormir. La noche era calurosa, y pese a estar desnudo, el sudor perlaba mi cuerpo. Una luna carmesí surgió tras la ventana anunciando el último suspiro del verano. Desde el jergón me llegó un débil estertor, indicio de que el viejo entraba en agonía. Seguí oyéndolo sin atinar a nada por ayudarle, durante una hora al menos. Entonces percibí un gemido ahogado que me heló la sangre en las venas. ¿Habría muerto? Despacio me levanté y crucé en puntas de pie la ermita silenciosa hasta donde la fosforescencia nocturna hacía visible su barba blanca en la oscuridad. Al llegar junto al jergón, me puse en cuclillas para oír la respiración del viejo: nada. Busqué su pulso, y no pude captarlo. Entonces, viendo que su alma subía al cielo, me abalancé sobre su cuerpo y recité entre los labios exánimes una vez tras otra la fórmula más simple de nuestro credo, aquella que usamos al persignarnos:
Agios o Theós
Agios o Isjirós
Agios o Athánatos
Eléison Imás.
   Creí en mi desesperación que esto podía devolverle la vida, y continué recitando mientras la luna en su curso por el cielo bañaba con luz cálida mi piel mate contrastando con la palidez del anciano, que parecía cada vez más fláccido debajo mío, Me eternicé en esta práctica durante lo que a mí me parecieron años, y que en realidad fueron quizá unas ocho horas, hasta que me flaquearon las fuerzas. Colaba ya el alba por la ventana su frío plateado. Completamente exhausto y acalambrado, iba a abandonar mi empeño; me dije: tres veces más. Y recomencé:
Agios o Theós...
   A la tercera repetición sentí que sus pesados dedos de uñas afiladas se cerraban sobre mis nalgas, y en una convulsión epiléptica sacaba su lengua entera invadiendo mi boca hasta casi taparme la garganta. Yo cerré salvajemente los dientes sobre esta lengua anormalmente larga que amenazaba ahogarme, y luchamos así trabados algunos minutos agónicos. Apenas sé cómo logré domar su rebelión, pues era impulsada por una rabia espasmódica: se debatía bajo mi cuerpo como un garañón indócil, pero era impotente para librarse de mi peso, en parte a causa de la atrofia inducida en sus músculos por el ayuno, como me resultaba curioso palpar, y en parte porque yo me valía hábilmente de él para inmovilizarlo, hasta dejarle quieto y a mi merced.
   Finalmente, habiendo vencido su última resistencia, me senté a horcajadas sobre su carne inerte, y, aprisionando aún entre los dientes su lengua, de un tirón brutal se la arranqué. Me levanté trastornado del jergón llevando entre las manos la lengua que había hablado con los ángeles, y envolviéndola devotamente en un pañuelo la puse dentro de mi bolso.
   Luchaba contra las náuseas y el terror que amenazaban invadirme, repitiéndome que la salvación corresponde a quienes por sus obras más se acerquen a Dios, y que la ofrenda de este invalorable amuleto al monasterio de Lavra había de ayudarme a obtenerla. Abandoné el cadáver deslenguado y salí de la ermita sin mirar atrás. Sobre la roca se había borrado el último trazo del tres romano, que ahora quedaba convertido en un dos. Un pensamiento cruzó por mi mente: había oído en los monasterios del Athos que los santos eremitas sostienen la paz del cielo con sus rezos, y que no debe molestárseles, pues el día que dejen de elevar sus oraciones la cólera divina se desatará y no habrá ya salvación para el mundo. ¿Indicaría este número que sólo dos almas puras velan hoy por la humanidad? Quizá sea así, pero también he pensado que estos ermitaños buscan tan sólo su propia salvación, sin importarles el mundo. En todo caso, mi acción no ha sido un pecado, pues no le he matado, sino un intento por aproximarme a lo divino, para lo cual valen todos los medios de que pueda disponer.
   Hallé una escala tendida hacia un desfiladero al lado opuesto por el que había llegado a la ermita, y me dispuse a subirla con el bolso a la espalda. Apenas pude coronar la trepada, tan débil estaba... desde el desfiladero superior eché una última mirada sobre la roca donde se acodaba a rezar el santo, y la ermita desierta... rápidamente me volví poniéndome en camino, y bien pronto me alejé del mar.
   Anduve algunas horas, mas cuando el sol estuvo alto, la fatiga por el esfuerzo de la noche anterior me rindió. Me recosté a la sombra de un olivo y dormí varias horas. Cuando recordé de mi sueño, ya el crepúsculo envolvía el mundo en su sábana perlada. Me puse en marcha, sabiendo que aún restaba mucho camino por andar. Pronto fue noche, y yo vagaba a tientas por un bosque tenebroso de olivos cuando un globo púrpura asomó sobre ellos: era la luna.
   A medida que iba surgiendo yo pude ver los contornos de la región donde me hallaba. La mole negra del Athos aparecía ominosa a mi izquierda, y por todas partes se extendían sus laderas cubiertas de jungla hórrida. Los olivos a ambos lados del sendero cobraban formas grotescas... eremitas atormentados, eso es lo que parecían. A lo largo de miles de años, manoteando una tentación evanescente con sus ramas torcidas... en ese momento creo que debió atacarme alguna clase de delirio, pues imaginé que las ramas buscaban alcanzar mi cuerpo en una convulsión epiléptica, del mismo modo que lo había hecho el anciano.
   Corrí como un loco a través de esos bosques malditos arañándome las piernas con las malezas durante millas interminables de una noche que prefiero olvidar, bajo una luna púrpura profundo brillando malignamente tras la montaña en tinieblas. El alba me encontró derrengado y débil, caminando aún como un autómata. Ignoro si mi ruta me llevó cerca de los hysijastiria de Katounakia, San Basilio y Kerassiá; en todo caso, no me encontré con nadie. Era pasado el mediodía cuando avisté la Grande Lavra. Faltando a llegar ya menos de un kilómetro, oí unos pasos por la espesura a mi lado. El camino, ahora suficientemente amplio para pasar un camión, discurría sobre un pronunciado terraplén cubierto de árboles, desde donde me llegaba el ruido subrepticio de esos pasos. Pensé en los lobos y apuré la marcha, buscando al mismo tiempo algún leño con que defenderme, mas no hallé ninguno. Si algo o alguien me atacaba, me hallaría indefenso, y lo bastante lejos aún del monasterio como para tornar ilusorio cualquier socorro. Lo curioso es que la inclinación del terreno debería imposibilitar a un hombre o un animal el acompañarme durante un tramo tan largo, a menos que circulase por un sendero escondido cavado en el terraplén.
   Cuanto más oía esos pasos, mayor era mi terror, pues estoy todavía convencido de que provenían de un ser humano. Necesité de todo el dominio de mí mismo para no echar a correr; por fin, a unos cien metros apenas de la entrada fortificada del monasterio, dejaron de oírse.
   Ya adentro, me recibió el arjontaris con un loukoumi y un café; mas yo le pedí además una jarra de agua, que apuré rápidamente. ¿Yo era de Buenos Aires? Sí, la reunión tendría lugar esa misma noche. Feliz por haber llegado a tiempo, me retiré a dormir la siesta al arjontariki, donde nadie turbó mi sueño hasta entrado el crepúsculo.
   A eso de las siete bajé, tras haberme lavado y cambiado de ropa. En el patio frente al katholikon hallé una sociedad animadísima de peregrinos que acababan de llegar en el kaïki desde Iviron; eran todos jóvenes, y la nobleza de sus facciones revelaba buena cuna y formación. Entre ellos se contaba Jason; me adelanté satisfecho hacia él, y esta vez nos saludamos como verdaderos hermanos. Enseguida me presentó a mis pares; yo me sentía feliz de ser uno de ellos. Habían llegado de los puntos más remotos del mundo con el mismo encargo secreto y las mismas expectativas que yo: allí se encontraban gentes de Australia, Alemania, Canadá; al lado mío se chanceaba un mancebo de Zimbabwe.
   Mi amigo y yo nos apartamos un poco para ponernos al tanto de nuestras mutuas peripecias: él había ido peregrinando hasta Vatopedi, donde fueron presentados a su devoción fragmentos de la Verdadera Cruz, así como la Agia Zoni; tras lo cual tomó el kaïki a Iviron. Allí contempló el paraje donde puso su pie la Virgen, y rezó a su Hijo pidiéndole le hiciese don de él para ser Su Jardín. Como yo, había sido conmovido por la antigua santidad que guardan estos sitios. Se asombró al enterarse de que por el oeste la comunicación estaba cortada desde hacía una semana: el servicio del kaïki al norte funcionaba normalmente.
   En eso oímos el alegre repicar del simandro que nos llamaba a comer. Se nos había preparado una colación especial, fuera de la hora en que toman su cena los monjes. Subimos en masa al refectorio: éramos unos veinte. Allí nos permitimos quizá una expansión exagerada, pues aparte el cocinero, los demás monjes estaban en misa. Confraternizamos libremente haciendo correr el vino, y más de uno se puso achispado. La constricción de los últimos días nos hacia extralimitarnos ahora, y no tardaron en aparecer las historias pícaras de monjes a las cuales cada uno sumó su propio aporte. El clima festivo fue in crescendo hasta provocar una suerte de epidemia de hilaridad, la cual no paró hasta después de terminada la comida, cuando un monje vino a anunciarnos que nos aguardaba el higoumeno. Salimos al aire fresco de la noche, formando una fila distendida detrás del monje que nos conducía, como el divino pastor a su rebaño. Pronto nos hizo pasar por un portal en arco que abrió con su llave a un estrecho vestíbulo donde apenas cabíamos todos de pie.
   Allí tocó discretamente a la puerta y atendió a que desde adentro diesen el permiso para hacernos pasar. Uno por uno nos fuimos distribuyendo en los asientos laterales de una amplia sala en la que se hallaban ya acomodados algunos monjes silenciosos cerca de las bujías, pese a lo cual apenas se distinguían debido a sus hábitos negros.
   El higoumeno, de pie, nos dio la bienvenida, interesándose amablemente por la procedencia de cada uno de nosotros, y preguntándonos acerca de nuestro viaje.
-Espero que hayáis encontrado nuestra hospitalidad
redonda y cabal, como es tradición y fama antigua
para con los peregrinos en los monasterios del Athos.
Pronto sabréis el motivo de haber sido convocados:
haced el favor de aguardar unos minutos, pues
de un momento a otro arribará la Santa Epistasía.
   Esta última mención me congeló en mi asiento. Oi Agioi Epistates... los reyes ocultos de la Ortodoxia que jamás se dejan ver por los laicos, sobre quienes se tejen toda clase de especulaciones y leyendas ¡iban a estar frente a mí!
   Percibí en las miradas una luz más dura, indicio de que incluso los más indolentes de hace unos momentos habían captado la importancia de la cosa. La hora de las bromas había pasado de manera definitiva en el ánimo de todos, y una tensión desacostumbrada ganó el ambiente, como si la atmósfera de la sala de pronto se hubiese electrizado. Instintivamente miré por la ventana: la luna menguante fosforescía en las fóbicas tinieblas muy quedo y frío, un punto más allá del violeta. La noche traía algo desconocido, pues  nunca había visto semejante color en la luna.
   Entonces se abrió la puerta y todos nos pusimos de pie para recibir a los cuatro miembros de la Santa Epistasía, que avanzaron hacia la cabecera en medio de un riguroso silencio. Todos vestían de negro de la cabeza a los pies, sin prenda alguna de otro color en sus hábitos. Noté que el Proton llevaba un báculo antiguo con dos dragones labrados en oro por empuñadura, y un curioso colgante formado por discos superpuestos de cristal azul simbolizando la aureola radiante de la Trinidad sobre el pecho, objeto caído en desuso entre los religiosos hace mucho tiempo.
   Tomaron asiento en las poltronas que ocupaban la cabecera de la sala, entre dos pesados candelabros de madera tallada con motivos barrocos, imitándoles a continuación los demás. Pude entonces estudiar sus rasgos con mayor detenimiento a la luz de las velas: los sufrimientos y las fatigas de su raza parecían condensarse en esos rostros ojerosos y pálidos, pero no me inspiraban compasión, sino más bien lo contrario.
   Cuando reconocí en mí este sentimiento, sentí honda turbación, pues he venerado siempre la figura del clero, pero quise justificarlo diciéndome que probablemente se debía a que al pasar a mi lado les había sentido mal olor, cosa explicable en gente que da al cuidado del cuerpo el mismo grado de importancia que tenía en la Edad Media. Más tarde he pensado que mi aversión provino de contemplar esas fisonomías aguileñas acentuadas por cejas hirsutas y barbas canas y muy abundantes cuya ferocidad reprimida apenas podía ocultarse, llegando en el caso del Proton a alterar la disposición de los músculos de su boca, fija en un gesto de crueldad. Ellos buscan la salvación individual, y serían capaces de asesinar para obtenerla, eso está claro... es su egoísmo inaudito el que les da ese aspecto de animales de presa que me ha chocado. El Proton, un anciano de mucha estatura que era el único de los cuatro cuya barba y cejas eran completamente blancas, se puso de pie luego de escuchar algunos minutos al higoumeno, quien sin duda le informó acerca de nuestras personas, y habló con un pronunciado stamfos:
-Próxima está la aurora que nos redima
besándonos la frente y los ojos del calvario
sufrido en la larga noche de la Ortodoxia.
De nuevo sobre la tierra un Imperio se verá
resplandeciente, elevar sus plegarias al Dios único
como en siglos lejanos ha ocurrido; el doble fénix
renacerá de sus cenizas y todo el orbe aclamará
su nombre. Estas son premoniciones que han visto
y escrito sobre piedras los santos profetas
temerosos de Dios; nuestro es el apostolado
y nuestro el triunfo, para gloria del Altísimo.
Vosotros habéis visto los legados sagrados,
cifra y promesa hecha al futuro por los mayores;
es a vosotros a quienes será dado elevaros
una vez más sobre la corrupción del mundo.
Preparaos, templad vuestros cuerpos y espíritus,
pronto seréis llamados soldados de Cristo.
   Casualmente su mirada recayó en mí mientras hablaba: puede resultar extraño que diga esto, pero el iris de sus ojos entre el borde oscuro y la pupila es blanco, como el de un lobo. Tras una pausa durante la cual sentí que penetraban el fondo tenebroso de mi conciencia con su fijeza insostenible, continuó:
-Cuando sea la hora, la Ortodoxia ecuménica
debe alzarse como un solo hombre en defensa
de Grecia en armas: esa será vuestra tarea.
Mientras los tontos discutirán, un varón decidido
en cada organización inmigrante pondrá en acción
las personas y los medios a favor de nuestra causa,
merced a su influencia. ¡No debéis ser engañados!
Muchos dirán entonces discursos de humanidad;
son los mismos que hoy se arrastran por el lodo
y viven olvidados del nombre de Dios. A esos
escupid en su vino y su comida, quemad
sus casas y borrad su estirpe. Son malditos
y no alcanzarán salvación. A nadie decid
el propósito que os anima; estaréis solos
al momento de enfrentar cada problema.
Saldréis adelante con la bendición del Señor,
contra la multitud atea que os quiera oponer.
   Esto diciendo, medía a grandes pasos la sala, y sus largos dedos se cerraban sobre la empuñadura del báculo como si quisieran pulverizarla, tal era la necesidad que demostraba de dar un empleo a su fuerza, pese a sus años. El tono de su voz se hizo más bajo y grave:
-Armaos de paciencia, pues lo que hoy deseamos
con ardor, puede que demore años en acontecer.
otros menesteres os reclamarán, otras lealtades
nacen tal vez en lo profundo de los corazones
cuyo culto no prohibimos; cuando suenen
celestes tímpanos, grato a vuestros oídos
será el son y acudiréis al deber que os llama.
Un signo tendréis para reconoceros, cierto
e imposible de falsear para un profano.
Confiad, el día se avecina que romperá
las venas y los oídos del orbe como pólvora
que revienta un saco, cuando junto a nuestro rey
entremos vencedores por la puerta de la Ciudad
para prosternarnos ante el altar de Santa Sofía;
nadie osará resistirse, pues será muerto;
y los símbolos herejes serán quitados
y no se les volverá a ver sobre la Tierra.
   Calló, y por un momento todos quedamos en silencio, meditando sobre lo que acabábamos de oír. Finalmente había entendido porqué la reunión no se hizo en el Protaton, donde hay un delegado policial. En síntesis, se trataba de tomar Constantinopla y restablecer en toda su gloria el Imperio Bizantino. Para ello piensan valerse del rey Constantino, ahora en el exilio. Ofreciéndole recuperar el trono, estará de su mano para cumplir sus objetivos. Dudo que lo aprecien en mucho, pues no tiene la sangre antigua; pero es el ariete que necesitan para establecer un reino teocrático. En cuanto a los medios para instalarlo en el mando, no es imposible que los dispongan: los monasterios siempre han tenido aliados poderosos.
   Ahora el Proton bendijo un cofre que le presentó el secretario de la Santa Comunidad, y éste entregó a cada huésped un pequeño estuche negro. Cuando me llegó el turno, vi que tenía entre las manos una cruz de sándalo tallado con miniaturas en su relicario de nácar. La comparé con la de mi vecino: eran idénticas. Formaban parte evidentemente de una serie numerada de veinte tallas, como pude comprobar examinando la cifra grabada en el reverso de la cruz. Me felicité de poseer este talismán; con toda probabilidad su factura data del siglo dieciocho, a juzgar por el estilo y el lustre añejo de la madera. Contábamos ahora con un medio seguro para reconocernos, cualquiera fuese el tiempo que transcurriese hasta entonces.
-Confirmaréis vuestra fidelidad a la Iglesia
recibiendo el antídero, luego del mesonyktikon.
   Los Santos Epistates se levantaron y siguieron al Proton hasta afuera; tras ellos salió el higoumeno con los secretarios de la Santa Comunidad y nosotros mismos. Mis ojos encontraron los de Jason durante algunos segundos, mas no pude descifrar el significado de su expresión. Había una luz de alarma en el fondo de sus pupilas, como si hubiese querido advertirme de algo, y al mismo tiempo su aspecto denotaba un júbilo demasiado intenso que le mantenía mudo. Supongo que él habrá encontrado la misma dificultad respecto de mí, pues no sé qué cara tenía yo en ese momento. Creo que obraba sobre todo bajo el influjo del Proton, cuya mirada empiezo a creer que tiene un poder hipnótico.
   Mientras marchábamos por el patio hacia el katholikon ocurrió otro incidente que me reforzó en esta sospecha: el Proton, que iba delante de todos, se volvió como para asegurarse de que le seguíamos, y en ese momento vi que sus pupilas fosforescían en la oscuridad como las de un animal, con una luz roja. Tornó a mirar adelante, y ya no volvió más la cabeza, como si estuviese seguro de que no se produciría ninguna deserción hasta llegar al katholikon.
   Una vez adentro, nos acodamos en los reclinatorios mientras cantaban los psaltes y el Proton desaparecía por una entrada del Ieró. Pronto reapareció por la arcada del altar vistiendo un sakko de raso azabache con el omophorion, el epigonation y los epimanika de terciopelo negro sin bordado alguno. El sencillo capelo había sido reemplazado por una mitra de ébano rematada en una fúnebre cruz de turmalina.
   Elevó el cáliz con ambas manos y comenzó el oficio. Su voz no era más que un susurro, pese a lo cual parecía colmar el aire con su intensidad, rebotando contra los muros del templo. No sé el tiempo que pasó; seguí esta experiencia sonámbula a la cual se entregan noche tras noche los monjes del Athos desde hace más de un milenio; era cercana el alba cuando terminó la misa y el monaguillo trajo el cesto con el antídero. Cada uno se acercó al altar entonces para recibirlo besando la mano del Proton. Era el juramento prestado a una causa por la cual millares corren peligro de morir. Titubeé un momento: sería fácil confundirse con los que volvían y así tranquilizar mi conciencia. Casi había decidido salir cuando sin quererlo levanté la vista hacia las pupilas magnéticas del Proton que me estaban mirando fijas: avancé vacilante hacia el altar dominado por su alta figura y me detuve frente a él.
   Era el último en recibir el sacramento. Al ver administrarlo a quienes me precedían, observé que sus manos, aunque blancas, eran muy anchas y toscas como las de un labriego, con las uñas afiladas por el contacto continuo con las piedras de los desfiladeros eremíticos, en estado salvaje. Yo no iba a besar esa mano... recogería el santo pan y saldría, eso había decidido mientras esperaba el sacramento.
   Tomó el antídero de la cesta y al extender mi mano para recibirlo cerró mi puño sobre él, apretándolo entre su garra férrea con tanta fuerza que creí se quebrarían mis huesos. Sus blancos ojos de lobo me quemaban con una cólera fría como si dentro de ese cráneo  habitase el antiguo Dios del Paraíso, más implacable en su ira que el mismo demonio; era evidente que no iba a soltarme hasta no obtener mi vasallaje. ¿Había leído mi pensamiento? Intenté resistirme, pero mis labios habían rozado esa piel helada antes que yo me diese cuenta cabal de lo que hacía. Entonces su arrebato pasó tan pronto como había nacido; era como si no hubiese existido nunca.
   Ahora estoy comprometido por un juramento con este hombre despiadado; temo que de no cumplir con la parte que me toca en su plan, disponga de medios para vengarse, por lejos que me encuentre. Me apresuré a alejarme en cuanto me vi libre; mas al llegar a la puerta recobré el dominio de mí mismo lo suficiente como para mirar hacia atrás: de pie aún sobre el altar, el Proton elevaba su mano enviándome una bendición, como una postrera burla. El gesto de hacer la cruz en el aire con el índice y el mayor extendidos fue lo último que vi de él, antes de salir a la noche.
   Regresé al arjontariki intentando recordar dónde y cuándo había sentido un apretón similar al de esa mano: era en la Érimos, las manos del viejo ermitaño tenían la misma aspereza helada que la del Proton, aunque sin su fuerza sobrehumana. Ambos habían seguido distintos caminos para lograr la salvación: la oración y el ayuno eran la vía escogida por el asceta del desierto; el Proton por lo visto prefiere el de las obras. ¿Quién de los dos estará en lo cierto? Reflexionando sobre esto me dormí y no desperté hoy sino hasta media mañana. Me he puesto a completar esta relación mientras aguardamos que se reúnan los tres skevophylax con sus llaves para abrir el tesoro del monasterio, según nos han prometido enseñarnos antes de irnos. Parece ser que uno de los tres es renuente a cumplir con su deber, y ello es la causa de tanta demora. Aún me queda algo por hacer antes de abandonar este lugar; será mejor que me apresure, pues de ello depende que mi acto quede redimido o pese eternamente sobre mi alma como el más negro de los pecados.

   Escribo estas notas desde el muelle, donde hemos bajado para esperar el kaïki que nos llevará a Ouranúpolis. Al terminar de escribir el párrafo anterior llegó un monje a pedir disculpas por la demora en cumplir la promesa hecha de mostrarnos el tesoro; el higoumeno mismo había tomado cartas en el asunto, y en ese momento se conferenciaba con el caprichoso skevophylax para pedirle cuentas por su actitud.
   Mientras tanto, y para entretener la espera, nos invitó a visitar el atelier hagiográfico donde los monjes continúan la tradición artística de la montaña santa. Le acompañamos hasta una construcción baja ambientada en un agradable sitio donde algunos monjes instalados ante tableros o mesas de carpintero pintaban iconos y vasos de madera a la luz de amplias ventanas. Nuestro guía nos llamó la atención sobre un trabajo en verdad sin par, que proseguía un anciano monje con paciencia de relojero: se trataba de una gran talla en madera con forma de cuadro donde podía apreciarse una multitud de figurillas complejamente distribuidas representando jerarquías humanas y angélicas: doce mil, según tuvo a bien informarnos nuestro iniciador. La obra fue comenzada por otro monje una generación atrás, y ahora ve acercarse su fin por manos de un artista igualmente hábil.
   Mientras los demás estudiaban el cuadro, mi vista recayó sobre un pequeño cofre de roble trabajado, obra sin duda del mismo tallista, que lo usaba para guardar sus instrumentos de trabajo. Aprovechando la distracción general, lo tomé y salí con él del atelier, dirigiéndome a toda prisa hacia el arjontariki.
   Busqué en mi bolso el pañuelo ensangrentado con la lengua del santo, y desenvolviéndola la deposité en el cofre, luego de vaciarlo de su contenido. Entre las cosas que había dentro encontré una gubia; pese a mi poca práctica me las arreglé para grabar con ella mis iniciales sobre la tapa. Puse el cofre dentro del bolso y salí con él hacia el skevophylakion. Ya estaban reunidos todos ante la puerta donde los monjes abrían ceremoniosamente los tres cerrojos, cada uno con su llave. Entramos al tesoro. Me mostré errático durante las explicaciones dadas sobre cada pieza por los skevophylax, respondiendo con monosílabos a los comentarios de mis camaradas. Esto lo he comprendido después, al recapacitar sobre lo que había oído y dicho; en ese momento sólo buscaba un sitio adecuado para dejar mi legado al monasterio. Finalmente lo encontré: una repisa escondida donde a nadie se le ocurrirá inspeccionar. Saqué el cofre del bolso y lo deposité sin que me viesen; luego salí con los demás. Ahora mi ofrenda descansa junto a las santas reliquias del Athos: también yo tengo mi camino para lograr la salvación.
   Ya asoma el kaïki por el oeste: hoy no hay corrientes que impidan su arribo. Es hora de cerrar este diario que ha sido mi confidente durante una semana. A lo lejos destaca la antigua torre de Tzimiskés, único bastión aún visible de la Grande Lavra; que ella sea también la última imagen consignada por mí, como símbolo de la grandeza pretérita y decadencia de estos lugares. Los peregrinos se aprestan a embarcar.

  A bordo del kaiki van hombres silenciosos que no se miran, ensimismados en sus pensamientos. También yo recuerdo, ahora que el mundo se extiende frente a nosotros y atrás quedó la península de la oración.