Noche
cerrada. Silencio. Estoy en un balcón del monasterio de Ayios Dionisios, a una
altura de vértigo. Junto a mí, peregrinos de edad madura fuman o contemplan el
mar oscuro allá abajo. Se hablan nimiedades: “mañana subiré a la ermita a
prender el candil” “yo hoy fui pero no encontré la llave ¿dónde está?” “atrás
de la columna” “levanté los íconos uno por uno, y nada” “está atrás de la
columna”. En el puerto, una pequeña barca enciende sus luces de posición. “Es
la barca del monasterio” “¿ahora salen a pescar?” “Ahora. Y no sabes todo lo
que traen. Llenan la cala de calamares”. Es la única embarcación visible en
todo el mar. De pronto yo, que venía callado, lanzo una exclamación. “¿Qué es
eso?” Había visto como una corona de luz en el cielo. “¿Rayos…?” Al rato
relumbra de nuevo. “Sí, rayos. Se viene una tormenta” “No creo que llegue acá…
llueve sobre Uranúpolis”.
Nos quedamos
contemplando la tormenta lejana sin palabras. Mis compañeros de balcón son
habitués del monasterio, todos laicos. Los monjes ya se han ido a dormir. “Se
levantan a la una de la mañana para hacer sus rezos individuales. Luego, a las
tres, concurren todos a la iglesia para la liturgia del orthro”. Quien me
informa es Stavros, subió conmigo a la ermita a última hora de la tarde.
Durante la ascensión tomamos confianza, y ahora me incluye en la conversación
con sus amigos. Todos son más o menos creyentes, pero de una manera humilde y
práctica, no abstracta. A lo lejos se oye el aullido de un lobo, o un chacal.
La noche pide una historia. Y quienes estamos en ese balcón como nido de águila
sobre el abismo debemos ser dignos de la noche y su magia.
-¿Oyes al lobo? Ahora no puedes aventurarte en la
montaña.
-Ni se me ocurriría…
-Yo conocí a alguien que no temía andar solo allá
afuera, de día o de noche. Jristos Kastoriadis se llamaba. Recorrió todo el
Monte Athos a pie, para cumplir una promesa.
-Espera un poco. ¿Conociste a Kastoriadis? –salta uno
al lado mío, asombrado.
-Claro, fue amigo de mi padre.
-No puedo creerlo… pensé que era de otros tiempos,
cuando peleaban los “antartes”.
-Sí, Tasos. Kastoriadis fue militar durante la guerra
civil. Yo lo conocí de chico, allá por los sesenta.
-Claro, ahora que saco cuentas, la guerra no fue hace
tanto.
-Una generación antes que la nuestra.
-Yo oí que dejó el ejército cuando murió su hijo.
¿Fue así?
-Exacto. Fotis se llamaba el hijo, murió de cáncer.
Lo vi una o dos veces, pero no podía jugar con los demás muchachos, estaba
siempre enfermo.
-Su madre murió de tristeza, según dicen.
-Sí, murió poco después. Entonces Jristos lo dejó
todo y se hizo peregrino. Renunció al ejército y donó su casa a la iglesia.
Vistió un sayo rústico y sandalias, y se fue al monte Athos para olvidarse del
mundo.
-Comprendo su decisión. En tales circunstancias yo
haría lo mismo.
-Prometió encender una vela en cada monasterio y
ermita del Athos por la paz del espíritu de su hijo y su mujer, recorriendo la
península entera a pie. El Athos no parece tan grande para quien no lo conoce,
pero está lleno de adoratorios escondidos en las montañas, a donde se llega por
desfiladeros secretos, que sólo los monjes conocen.
-Hoy tuvimos una muestra de ello al subir la ermita
más próxima –intervine-. Me temblaban las piernas al llegar…
-Y fuimos a la más fácil. Acá enfrente, en la montaña
que ves, hay varias donde sólo los pájaros y los ermitaños llegan.
-Pero Kastoriadis tenía fe en su empeño…
-Sí, a él lo guiaba su corazón. Tardó un año en
recorrer cada monasterio y cada ermita del Athos, y en todos ellos prendió dos
velas, una por su mujer y otra por su hijo. Ahora le faltaba la última capilla,
aquella que se encuentra sobre la cima misma del monte Ahtos…
-Está a 2033 metros de altura –aporté un dato que
sabía exacto.
-Así es. Hoy se sube con mulas para llevar los
pertrechos, saliendo al amanecer. El Athos es peligroso, más de uno se ha
dejado el cuero en el intento de escalarlo.
-Antes de venir para acá pensé en subirlo, pero al
verlo se me fueron las ganas. Parece imposible.
-En verano no se sube –acotó Tasos-. Te puede matar
la insolación.
-Kastoriadis subió en invierno –continuó Stavros-.
Sólo llevaba agua consigo, y el bordón del peregrino. Durante el último año
había reducido sus necesidades a casi nada. En los monasterios sólo aceptaba
aceitunas y pan, así dicen. Y no volvía a comer hasta llegar al siguiente
monasterio, aunque tardase días.
-El hombre se estaba volviendo santo –Tasos se
santiguó-. Y los santos no comen.
-El caso es que los monjes de Santa Ana lo vieron
pasar camino a la cima… y según dicen, no iba solo. Lo seguían unos lobos.
-¿Oí bien? ¿Lobos?
-Así es, Dimitri. Jristos Kastoriadis subió al Athos
acompañado por una manada de lobos. Venían de todos lados y se ponían a
seguirlo como si él fuese su amo.
-Qué raro…
-Los monjes de Santa Ana no se animaban a
acercársele, pero lo veían de lejos. Al final lo perdieron de vista, conforme
ganaba altura rumbo a la cima. Al final del día, o al siguiente, debía
reaparecer, porque el Athos sólo puede escalarse de un lado.
-Sí, yo lo vi en googlemaps. No hay caminos
alternativos.
-Esa noche… -Stavros ignoró mi comentario
tecnológico- esa noche los monjes estaban en sus celdas, rezando, cuando oyeron
un coro de aullidos que les heló la sangre. Salieron al pairo, y comprobaron
que venía de la cima del Athos, cuya mole negra se elevaba contra las
estrellas, cerca del cenit. Los aullidos eran lastimeros y unánimes, como si
quisieran alcanzar el polvo azul del infinito para contarle su pena… nunca
antes ni después oyeron los monjes semejante concierto. Hacia el amanecer cesó,
y los monjes pudieron retomar su rutina de rezos y tareas sencillas.
Nadie se acordó del peregrino ese día, pero a la
noche aún no había vuelto. Algunos echaron la culpa a los lobos. De los monjes
podrá decirse lo que sea, pero no dejan a alguien tirado por ahí. A la mañana
siguiente decidieron salir a buscarlo, temiéndose lo peor. Subieron con mulas
para bajar el cuerpo, vivo o muerto. Ascendieron penosamente durante todo el día
y llegaron a la cima con la puesta del sol.
Stavros
hace una pausa para tomar aliento, justo en el momento culminante de su relato.
La luna ha salido por atrás del monasterio y ahora ilumina el balcón donde
estamos reunidos un puñado de hombres que se aferran a la vida como insectos,
sin saber porqué. A mí es a quien toca preguntar, los demás conocen el final de
la historia.
-¿Entonces, Stavros… qué hallaron los monjes?
-Te lo diré, Dimitri. Hallaron dos velas encendidas
en el pebetero de la capilla Metamorfosis Sotirou. A Kastoriadis no lo
encontraron nunca… desapareció. Pero sobre la roca de la cima, en lo más alto
del Athos, había dos sandalias de cuero abandonadas. Nada más.
-¿Kastoriadis dejó sus sandalias en la cumbre y bajó
descalzo la montaña?
-Eso parece…
-Yo he visto esas sandalias, los monjes las llevaron
a la skitha de Santa Ana –quien habla es un hombre callado hasta ahora, cuyo
nombre no averigüé-. Nunca vi algo así: parece como si el cuero se hubiese
derretido.
-Hay quienes dicen que Kastoriadis fue arrebatado al
cielo por ángeles de fuego.
-No puedes creer eso, Stavros.
-Digo lo que dicen.
-Y los lobos… ¿por qué aullaron?
Nadie sabe responder. Pero yo siento que este grupo improvisado y precario es digno de la magia de la noche.
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